Movimientos estudiantiles y populares

El tercer cuarto del siglo XX fue un período en el que la contienda entre socialismo y capitalismo se vivió con especial intensidad en América Latina. En el plano de las ideas, que es donde se enfoca el presente artículo, ambas matrices políticas prometían solucionar los graves problemas que afectaban a parte importante de la población. A lo que se sumaba el triunfo de los rebeldes cubanos, en 1959, que vino a imprimir nuevos bríos a esta disputa, sobre todo porque la izquierda latinoamericana encontró en ellos un referente de que era posible impulsar transformaciones significativas a partir de un puñado de convencidos.


El mundo de la educación no fue ajeno a estas pugnas; todo lo contrario. Tal como lo demuestra el caso mexicano, a medida que en la universidad se fortalecían las perspectivas de izquierda, en su interior se acentuaban también las batallas de ideas. En la década de 1950, por ejemplo, estas contiendas acompañaron el surgimiento de las primeras organizaciones estudiantiles no oficialistas; entretanto, en la de 1960 fueron consustanciales a los sendos movimientos estudiantiles que entonces se verificaron, y en la de 1970 estuvieron presentes tanto en la reorientación de las mallas curriculares como en la estructuración de los sindicatos universitarios. Por ser el movimiento estudiantil mexicano de 1968 -en adelante, movimiento estudiantil o sólo movimiento- el que ha sido estudiado con mayor profundidad, es este el que se utilizará para adentrarse en estas discusiones.


Así, pues, en el movimiento mexicano de 1968, como ha ocurrido en todos los grandes alzamientos estudiantiles de los últimos cien años en América Latina, sus participantes compartían una valoración positiva de la educación. La entendían, básicamente, como una institución capaz de proveer herramientas provechosas para la interacción social en sociedades urbanizadas e industrializadas o, más ajustadamente, en vías de serlo. No obstante, como se podrá comprobar a lo largo de estas páginas, un análisis históricamente situado en un contexto particular permite apreciar la diversidad de concepciones presentes en dichas valoraciones. Por esto, aunque la educación era importante para todos, sólo para algunos era un elemento fundamental en la consecución de los cambios deseados para este período.


La literatura especializada sobre el movimiento de 1968 se ha dedicado, con justa razón, a rememorar la masacre que selló su suerte; esfuerzos que han sido vertidos, de manera preferente, en crónicas donde se describen los hechos ocurridos o en ensayos donde se despliegan diversas interpretaciones para comprenderlos1. Un balance de estos trabajos enseña que para continuar profundizando en la comprensión del movimiento se debe persistir en la realización de estudios sistemáticos, capaces de trascender la exposición de juicios apologéticos o descalificatorios, y se debe procurar ampliar el horizonte espacial y temporal de los análisis2. Conforme lo expuesto, aquí se comprenderá al movimiento como parte de un ciclo mayor de movilizaciones, que transcurre entre mediados de la década de 1950 y la de 1970 en México, y se lo analizará en clave latinoamericana, es decir, relacionándolo con otros movimientos afines verificados en distintos puntos del continente. Esta estrategia permitirá poner entre paréntesis uno de los presupuestos más extendidos entre los especialistas, a saber, que la única reivindicación de fondo ese año era suprimir algunos enclaves autoritarios del régimen político3, un paso fundamental para arribar al principal aporte del artículo: distinguir la diversidad de miradas que confluían dentro del movimiento sobre el papel de la educación en la transformación social.


Durante el tercer cuarto del siglo XX, México, como gran parte de América Latina, vivía momentos de profundo contraste. Por un lado, se encontraba en el mejor período en lo que se refiere al crecimiento económico, y, por otro lado, experimentaba momentos de agudas tensiones sociales. Esto no podía ser de otro modo, pues mientras los indicadores económicos mostraban un crecimiento sin par, amplios segmentos de los sectores populares se estaban empobreciendo6. Como advierte el sociólogo Pablo González Casanova, aun cuando la población en situación de pobreza disminuía en términos porcentuales, ella, en números absolutos, sólo aumentaba7.


Mientras las grandes potencias mundiales se disputaban el control económico del así llamado tercer mundo, en México se vivía una guerra de baja intensidad que amenazaba con extenderse en cualquier momento. Un conflicto posible porque, aun cuando el país estaba bajo el influjo del máximo exponente del capitalismo mundial, en su seno existían, igualmente, núcleos que aspiraban a crear las condiciones necesarias para instaurar otro tipo de ordenamiento. De hecho, fue durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) que se implementó una de las experiencias socialistas más consistentes de la región, quizás tan renombrada como lo fue la implementada en la década de los sesenta por la Cuba revolucionaria, o la impulsada a principios los años setenta por el Chile de la Unidad Popular.


Pero se debe destacar que en México, a diferencia de lo que ocurría en el resto de América Latina, no hubo conflictos armados de proporciones, tampoco dictaduras. Lo que sí se padeció fue un régimen político autoritario, de cariz corporativo, donde el Ejecutivo y, más puntualmente, la Presidencia contaba con amplias atribuciones8. Entre las marcas más visibles que tenía este régimen estaban las medidas extralegales que utilizaba para desarmar cualquier asomo de disconformidad. Medidas que iban desde la cooptación hasta la imposición de dirigentes y que, en caso de que estas fueran inefectivas, daban paso al amedrentamiento, encarcelamiento y, en los casos más extremos, asesinato de opositores9.


Debe hacerse notar, a su vez, que tanto en México como en América Latina, la Guerra Fría no sólo tenía que ver con militares, guerrilleros, golpes o dictaduras. Se vivía también como una batalla de ideas donde los intelectuales -entre ellos, también los profesores y los estudiantes- estaban en la primera línea10. Batallas donde el objetivo era imponer los propios significados a los conceptos en disputa y, de esta manera, conseguir que fueran asumidos como normales/naturales por el conjunto de la población. Entre las nociones debatidas estaban las más generales, como reforma, revolución o democracia, y también las más específicas, como las disputadas en 1968: autonomía, educación o libertades. Así, unos y otros entendían que su comprensión de democracia o su noción de autonomía eran las únicas correctas; presunción que los impulsaba a utilizar un lenguaje de trinchera, donde el hablante se presentaba a sí mismo como honesto, confiable o correcto, mientras que a sus antagonistas los tachaba de mentirosos, equivocados o, incluso, traidores.


En el campo educacional, el tercer cuarto del siglo XX también fue un período de contrastes y tensiones. Tanto en México como en América Latina se verificaba un crecimiento exponencial en la cobertura educacional, reflejado, entre otros indicadores, en el crecimiento sostenido de las partidas presupuestarias y en un aumento exponencial de la matrícula11. De modo ilustrativo se apunta que en México, los fondos públicos destinados a la educación pasaron de representar un poco más del 10% del presupuesto total en 1950 a casi un 30% en 197012. Agregándose, a su vez, que entre estos mismos años, el número de estudiantes universitarios pasó de treinta mil a doscientos setenta mil13. Con todo, debido al notable aumento que también experimentaba la población nacional, la cobertura escolar estuvo lejos de ser satisfactoria14. En 1970, por ejemplo, la escolaridad promedio del país no alcanzaba a llegar a los cuatro años15.


Es importante resaltar que, junto a la ampliación de la matrícula universitaria, se dio una diversificación de esta, fenómeno que se explica porque desde comienzos del siglo XX empezaron a ingresar a la universidad los hijos de profesionales liberales, empleados comerciales y funcionarios públicos, y porque desde la década de 1940 lo hicieron también, aunque en mucho menor medida, los hijos de los sectores populares16. Esta inédita composición social del estudiantado trajo aparejados necesidades y horizontes nuevos. Se tiene, por tanto, que desde mediados de esta centuria comienzan a aparecer demandas por apoyo socioeconómico para el estudiantado -las cuales incidieron en que se aumentaran sus beneficios en lo que a transporte, alimentación, salud y alojamiento se refiere- y empiezan también a tener presencia entre los universitarios las problemáticas que aquejaban a los sectores mayoritarios de la población17.


Esta suerte de "izquierdización" de las universidades también tuvo que ver con los nuevos medios de transporte y comunicaciones. Sí, porque era a través de ellos que llegaban las noticias que informaban de alzamientos en todos los cantos del mundo y, especialmente, los provenientes de Cuba. Una insurrección triunfante que sería capaz de disputar la hasta entonces única noción de revolución viable en suelo americano: la mexicana18. En los años cincuenta y sesenta, este fenómeno se tradujo en la proliferación de organizaciones estudiantiles de izquierda que prontamente comenzaron a disputar la hegemonía de la que gozaban las orgánicas corporativas controladas por las autoridades universitarias y/o gubernamentales. En los setenta, en tanto, esta tendencia se reflejó en una mayor presencia de las perspectivas críticas en los currículos universitarios y en un vigoroso movimiento sindical dentro de las casas de altos estudios19.


Conforme a lo expuesto, no debe sorprender que durante el tercer cuarto de este siglo el país se encontrara envuelto en un clima de agitación, ni que los estudiantes formaran parte de los inconformes. De hecho, la investigadora Soledad Loaeza señala que, producto de las múltiples movilizaciones sociales que se sucedían, México se encontraba en estos años en una situación crítica20. Entre estas movilizaciones se contaban las de cariz preferentemente gremial, como las emprendidas por ferrocarrileros, petroleros, maestros y telegrafistas en 1958, y las de proyección eminentemente política, como el conflicto por los "libros de texto gratuitos" que comienza en 1960, o como el alzamiento armado que se verificó en Ciudad Madera (Chihuahua) en 1965. En el campo estudiantil, en tanto, la historiografía recuerda decenas de movilizaciones en estas décadas, entre las cuales adquieren especial relevancia aquellas que consiguieron articular al estudiantado de varias instituciones, como, por ejemplo, las sucedidas en la capital en 1958, en Chihuahua y otros puntos del país en 1967 y en Nuevo León y otros estados en 197121. Se trata entonces de un cúmulo de antecedentes que permite sostener que el movimiento de 1968 no fue un fenómeno aislado, sino que formaba parte de un ciclo de movilizaciones.


2. El movimiento estudiantil mexicano de 1968


Uno de los aspectos mejor conocidos sobre el movimiento estudiantil de 1968 son los hechos que fueron dándole forma. Para favorecer su exposición, ellos se agruparán en cuatro etapas. La primera, "los primeros días", incluye los acontecimientos de fines de julio y se detiene en la conformación de la orgánica que liderará al movimiento. La segunda, "estudiantes en marcha", abarca los sucesos de agosto y repara en las estrategias utilizadas por los estudiantes para protestar. La tercera, "la resistencia", refiere a los hechos de septiembre e ilustra la estrategia represiva utilizada por el Gobierno. Y la cuarta, "el repliegue", comprende las acciones estudiantiles desde octubre hasta diciembre y da cuenta de las proyecciones del movimiento22.


Los incidentes que desencadenaron el movimiento de 1968, como ocurrió en todos los grandes movimientos estudiantiles latinoamericanos de los últimos cien años, pueden ser clasificados como nimiedades. Por ejemplo, en Córdoba (Argentina), las problemáticas que dieron inicio al alzamiento de 1918 fueron la pérdida de beneficios para los estudiantes de Medicina y el aumento en las exigencias para los de Ingeniería, que dio como resultado un movimiento que se prolongó por espacio de un año y que ha sido comprendido como el precursor de las luchas por la autonomía universitaria en toda América Latina23. En el caso del movimiento estudiado, todo partió de una pelea de barrio que fue escalando aceleradamente, debido a la combatividad de los estudiantes y al errático manejo de las autoridades24. Un conflicto que terminará con la Policía siendo sobrepasada y con el Ejército interviniendo toscamente para intentar contener la que, hasta ese momento, sólo era una revuelta.


Desde los primeros días del movimiento son distinguibles  ya algunos de los rasgos que le dieron su sello. Entre ellos, el más sustantivo es que los estudiantes se articularon con prescindencia de las organizaciones controladas por las autoridades educacionales y/o gubernamentales. Una reacción que, sin duda, tenía que ver con los aprendizajes adquiridos en esta materia en las grandes movilizaciones de años anteriores, entre ellas las comandadas por la Gran Comisión Estudiantil en 1958 y por el Consejo General de Huelga en 196725. Por esto, aunque sólo a principios de agosto se consolidó la organización que pasará a la historia como la gran conductora de los estudiantes, el Consejo Nacional de Huelga (CNH), es desde fines de julio que se había puesto en marcha el engranaje para su conformación26.


El momento clave que hizo que la revuelta se transformara en movimiento fue cuando los militares, la madrugada del 30 de julio, dispararon un proyectil de alto calibre a un establecimiento educacional. Esta insólita medida generó tal nivel de indignación en el mundo cultural, que de inmediato se levantaron a tope las banderas de la autonomía universitaria. Como respuesta, el 1 de agosto se realizó una marcha multitudinaria, liderada por las autoridades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a la cual le sucedieron cuatro grandes marchas más, claro que encabezadas estas últimas por el CNH. De las cinco marchas, las dos primeras tuvieron recorridos eminentemente universitarios, y las tres últimas llegaron al centro neurálgico del país, la plaza que colinda con el palacio de gobierno, el Zócalo27.


Todos los analistas, sin embargo, coinciden en destacar que con los estudiantes en marcha se vivió un momento de ascenso del movimiento que se condice con su apropiación del espacio público. Para "ganar la calle", los estudiantes se valieron tanto de las marchas como de las brigadas -grupos de cinco o seis estudiantes que se desparramaban por las principales ciudades del país para informar sobre los pormenores del movimiento-28. Como en todos los alzamientos de gran magnitud, una de las claves que explica la alta adhesión que concitan es lo atractivo que resulta involucrarse en sus actividades. Tal como aconteció en el último movimiento de Chile en 2011, donde el estudiantado buscó captar la atención de la población hacia sus demandas a través de las más ingeniosas fórmulas29, en estas semanas el movimiento mexicano de 1968 logró ser, para muchos de sus participantes, una verdadera fiesta.


Pero la fiesta no iba a durar mucho. El desenlace de la última marcha de agosto, con los militares actuando bruscamente para disolverla, marca el inicio de una nueva y agresiva estrategia gubernamental. Una estrategia que sería refrendada en la cuenta pública que el 1 de septiembre hizo el presidente Gustavo Díaz Ordaz y que mostraba que de la cooptación, la descalificación y el aislamiento de los manifestantes se pasaría al amedrentamiento, al hostigamiento e, incluso, al asesinato30. Esta fórmula represiva incluyó, entre otras acciones, atentados con armas de fuego a algunas instituciones educacionales, la ocupación militar de las dependencias de la UNAM y del Instituto Politécnico Nacional (IPN), y la tristemente recordada masacre del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas31.


Durante todo septiembre, la resistencia del estudiantado fue tenaz. La lectura que los manifestantes hicieron de las palabras del Presidente no dejó espacio a dudas: el tiempo del entendimiento había acabado. Pese a la intensificación de la represión gubernamental, y a las vacilaciones del ala más conservadora del movimiento -la representada, entre otros, por el rector de la UNAM-, la juventud respondió a las amenazas con base en sus convicciones y continuó saliendo a la calle32. Desde entonces, las motivaciones que prevalecieron entre los estudiantes fueron, por sobre cualquier otra, la épica, el compromiso, la voluntad. Una disposición que también experimentaron ese año de 1968 muchos estudiantes brasileños, sobre todo quienes comprendían que no podía ser que los golpistas les hubieran arrebatado su democracia, sus conquistas sociales y sus sueños sin que nadie hiciera algo. Y ellos lo hicieron. ¿Se equivocaron? ¿Los aplastaron? Tal vez. Pero lo hicieron33. En el caso mexicano, en tanto, la incesante profundización de las estrategias que el Gobierno y los estudiantes venían implementando, más represión en el caso de unos y más intentos por involucrar al pueblo en el caso de otros, terminó de la peor manera posible.


Luego de Tlatelolco continuaron las asambleas, las acciones de las brigadas y las reuniones del CNH. Aunque, claro, el golpe había sido brutal y el repliegue de los manifestantes, para ese entonces, era evidente. Prueba de ello es que después de la masacre, el estudiantado ya no buscaba democratizar al país; sus objetivos ahora eran más modestos y se reducían a que cesara la represión, se liberaran los manifestantes presos y se entregaran los establecimientos educacionales ocupados por los militares. A comienzos de diciembre, luego de poner en la balanza la satisfacción parcial de algunas de estas demandas y el alto desgaste sufrido por los estudiantes, el CNH dio por finalizado el conflicto. Entre los análisis con que se justificó esta medida se deslizó, también, una amenaza: si las vías pacíficas para expresar su descontento, para lograr transformaciones sustantivas, seguían siendo clausuradas, tarde o temprano se verían en la obligación de abrir otras sendas34. Y tal como venía ocurriendo durante esos mismos meses de 1968 en Uruguay, donde el asesinato de varios estudiantes había ahogado también un multitudinario movimiento, después de la masacre muchos dejaron su militancia estudiantil para abrazar la lucha armada35.


Días después de la resolución del CNH, la comunidad universitaria de Puebla, que persistía en la movilización para presionar la liberación de sus presos, también puso fin a esta36. Un hecho que se recuerda para poner en evidencia que, aunque sean los acontecimientos de la capital los más conocidos, fueron decenas las instituciones de educación superior que en todo el país se plegaron a la huelga37. Otro aspecto que también conviene tener presente aquí es que en los últimos días de diciembre de 1968 todavía quedaban instituciones movilizadas, y en ellas se seguían reformulando sus exigencias. La Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), por ejemplo, informaba que los objetivos que perseguirían desde entonces serían, entre otros, conseguir participación estudiantil en el gobierno de la institución y crear instancias institucionales para reflexionar sistemáticamente sobre los problemas del país. Lo que da cuenta, a su vez, de que, a pesar de todo, el movimiento tendría proyección en los años venideros.






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