Neoliberalismo y la reconfiguración hegemónica
Fin del orden y nuevos órdenes mundiales
También hay otros elementos que ponen en entredicho la vigencia de este término, por ejemplo, la confrontación entre el sistema económico de carácter global, con la estructura política mundial basada en el Estado-nación y las interrelaciones que se dan entre estas unidades de poder, que se expresa en la paradoja entre la prosperidad internacional -que depende en buena medida del éxito de la globalización- y la reacción política que conspira en contra de esa misma globalización. Señala, además, algunos datos que dificultan la imposición de un orden mundial: la conformación de Europa, el avance del mundo islámico, la desintegración de naciones-Estado como Siria e Irak, el papel de China como actor global, una interdependencia sin precedentes entre los estados, la propagación de armas de destrucción masiva, el desastre ambiental, genocidios, nuevas tecnologías, todo ello aunado a los conflictos geopolíticos tradicionales. Para Kissinger existe un poder multipolar, que enfrenta realidades contradictorias y ello representa un desafío estructural, principalmente para el papel mundial de Estados Unidos, que cada vez tiene menos voluntad de mantener su liderazgo internacional y enfrenta la pérdida gradual de su capacidad de acción e influencia en el mundo.
Ahora bien, en los planos tanto teórico como de análisis de un nuevo orden mundial resulta muy interesante la propuesta de Robert Cooper sobre el Estado posmoderno y el orden mundial (Cooper, 2000). Este autor hace una descripción del viejo orden mundial, que concluye con la Guerra Fría. Posteriormente, describe el nuevo orden mundial como un puente de convergencia histórica del mundo premoderno, al moderno y al posmoderno, que se caracteriza por la debilidad del concepto de soberanía y por los procesos que van diluyendo la distinción de los asuntos nacionales y los externos, entre otros rasgos novedosos (Cooper, 2000: 22). Este mundo posmoderno está fundamentado en un Estado posmoderno y habitado por realidades que pertenecen a estos órdenes, enmarcados en dos instrumentos jurídicos internacionales que sirvieron para organizar al mundo después de una gran guerra. El mundo premoderno, un sistema de dispersión de la unidad de autoridad, concluye con los tratados de Westfalia, que dan término a la guerra de Treinta Años y aseguran un orden mundial basado en el concepto de la soberanía del Estado-nación; este orden es el moderno. Cooper equipara el periodo bélico que va de 1914 a 1945 como una segunda guerra de Treinta Años que da inicio al orden posmoderno, actualmente vigente. Así explica cómo existe una gran desestabilidad en el orden actual, en el que la desconstrucción del Estado moderno no se ha completado aún, pero está ocurriendo rápidamente (Cooper, 2000: 31). Su descripción se presenta de una manera contundente:
It may be that in Western Europe the era of the strong state -1648 to 1989- has now passed, and we are moving towards a system of over-lapping roles and responsibilities with governments, international institutions and the private sector all involved but none of them entirely in control. Can it be made to work? We must hope so, and we must try (Cooper, 2000: 41).
Las formas del orden mundial
Una vez entendido el sentido de orden, cabe hacer un breve análisis de los distintos órdenes que han tenido lugar en las últimas décadas, entendiendo que no es lo mismo el modelo que sus expresiones históricas. El mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial fue configurado a partir de diversos acuerdos que tuvieron las potencias vencedoras (Yalta, Potsdam), de la constitución de la ONU, y del sistema financiero y monetario internacional (a partir de los acuerdos de Bretton Woods). Su estructura visible fue un modelo bipolar, en el que Estados Unidos y la Unión Soviética se repartieron el mundo en dos grandes zonas de influencia en las que proyectaron su expansión. A cada zona le correspondió un proyecto político-ideológico, principalmente, pero también un proyecto de desarrollo. Este orden mantuvo un carácter de amenaza nuclear y alcanzó momentos de enfrentamiento muy encarnizado, como fue la guerra de Vietnam y la llamada crisis de los cohetes de Cuba, en 1962. Más tarde, este orden dio lugar a momentos de insólitos acuerdos, como los de limitación de armas estratégicas, en 1972. Por otra parte, esta era no estuvo exenta de amenazas de otra índole y experimentó profundas crisis económicas que marcaron la agenda internacional con temas sobre desarrollo, deuda, devaluaciones, etc., y otras crisis de orden político acabaron por disolver el bloque socialista.
A este orden bipolar le siguió otra etapa (1989-2001) cuyo carácter fue algo más optimista, y que es conocida como la era de la unipolaridad o de la superpotencia solitaria, según Huntington (1999). Aunque el periodo inició con la guerra del Golfo Pérsico-Arábigo, tras la realpolitik de la Guerra Fría, diversas instituciones globales, como la ONU y la Unión Europea, tuvieron más confianza en la paz y en la posibilidad de resolver los conflictos internacionales por medio de consensos y diversos mecanismos de cooperación; tales fueron los casos de la intervención humanitaria en Somalia y de la OTAN en Kosovo, en 1999. Estas nuevas modalidades se tradujeron en un incipiente desarrollo del derecho internacional contra los genocidios y en favor de las intervenciones humanitarias que actuaran con efectividad y legalidad. Después de Kosovo empezó un cuestionamiento internacional, no tanto sobre las finalidades de la intervención humanitaria, sino sobre los mecanismos de cómo debería ser puesta en marcha. Este impulso se traduce en varios documentos internacionales que buscan un orden basado en la intervención de la comunidad internacional, como el Informe Brahimi (AGCS ONU, 2000) y el informe sobre La responsabilidad de proteger (AGCS ONU, 2001).
Empero, este optimismo concluyó después del 11 de septiembre de 2001, con los ataques a Nueva York y Washington, tras los cuales se abandonó la idea de constituir un marco jurídico internacional más acabado y legítimo. Derivado de ello, la guerra contra Irak marcó la línea de una nueva realpolitik, caracterizada por la construcción de la amenaza del terrorismo y por un nuevo concepto sobre la guerra, que no distingue entre aliados y enemigos ni entre población civil y militar. Esta pérdida de los límites, que formaba parte de la definición misma de la guerra, ha tenido efectos perversos; en primer lugar, al vulnerar profundamente los derechos civiles y las libertades públicas de las que gozaron los estados democráticos durante el siglo xx. En este contexto, la paradoja que tiene lugar hoy es que mientras que los derechos ciudadanos en los países con democracias consolidadas se están viendo reducidos, con riesgo de vulnerar el Estado de derecho, en ciertos estados periféricos se han dado importantes movimientos políticos y sociales para ampliar esos derechos y procurar estados más democráticos, en donde se garanticen y protejan los derechos humanos y las libertades ciudadanas. Tal es el caso de los movimientos políticos y sociales, a los que algunos han llamado la Primavera Árabe (Mesa, 2012), que sorprendió al mundo, por producirse en países que parecían no tener ninguna salida democrática posible en un plazo inmediato.
El nuevo “nuevo orden mundial”: la transición hegemónica
Este es el contexto general en que se plantea el problema de la reconfiguración del poder mundial, por lo que podemos afirmar que en los últimos años hemos venido enfrentando el advenimiento de un nuevo orden mundial y de una transición hegemónica. Para evaluar los alcances de un análisis de este carácter prospectivo y sobre la coyuntura actual podemos plantear los siguientes problemas: a) consideramos que existe un declive relativo de la hegemonía estadounidense, que inició en la última década y se puede ir acelerando en los próximos años; b) frente a este vacío relativo de poder, ¿qué potencia o potencias emergentes cuentan con la capacidad para convertirse en potencia hegemónica?; c) ¿cuál es el tipo de estructura que constituye el orden mundial actual y cuál estructura tendría un próximo orden mundial, en el horizonte de nuevas potencias y del desplazamiento de poderes formales a poderes fácticos y de entidades estatales o semiestatales a otras formas de organización del poder? En este sentido, existen diversas aproximaciones que reconocen ciertos elementos de análisis con los que se puede evaluar el papel hegemónico de Estados Unidos y la posibilidad de su declive relativo, así como visualizar una transición hegemónica para los próximos años; éstos serían, entre otros, el factor militar, el diplomático, el económico, el tecnológico y el cultural.
El primero de los indicadores que puede servir para evaluar la capacidad de una potencia es el referente al poderío militar y a la reconfiguración conceptual y estratégica de la seguridad. Es un elemento básico para entender las relaciones internacionales y el problema central de la guerra y la paz (Moscuzza, 2015: 54). Según la doctrina militar convencional, el uso de la fuerza y de las armas sirve principalmente para cuatro tipos de acciones: defender, disuadir, obligar y ostentar (swaggering) (Art y Waltz, 1993: 3-6). En ese sentido, son considerados los siguientes elementos: la geopolítica, el arsenal nuclear, las armas convencionales y los efectivos militares, el gasto en defensa y la estrategia de seguridad, que incluye los complejos de seguridad, según la conceptualización de la Escuela de Copenhague, a partir de la obra de Buzan y Hansen (2009). Con el análisis de estos elementos, Estados Unidos sigue siendo la mayor potencia militar en el mundo. Su presupuesto anual de defensa no muestra diferencias de George W. Bush a Barack Obama, y se mantiene como el primer lugar; es equivalente a la suma de los presupuestos de defensa del conjunto de los siguientes ocho países con mayor gasto militar. En 2016, el presupuesto militar de Estados Unidos fue de 611 mil millones de dólares, casi tres veces más que el gasto militar de China, el segundo más alto, con 215 mil millones de dólares (SIPRI, 2017a: 1). En términos porcentuales representa 36% del total del gasto para la defensa a escala mundial; en segundo lugar, se encuentra China, con 13%; en tercero, Rusia, con 4.1%, seguido de Arabia Saudita (3.8%), India y Francia (3.3% cada uno), Reino Unido, con 2.9%, y Japón (2.7%). Si consideramos, como propone Cooper (1996), que vivimos una etapa de un orden posmoderno y que la Unión Europea es un modelo de esta era, el porcentaje del dato agregado para la defensa de toda la Unión es de 20% (SIPRI, 2017a: 1; 2017b: 2), lo que lo convierte en un segundo lugar muy relevante, más del 50% superior a su siguiente competidor. Para medir la capacidad de proyección del poder de Estados Unidos podemos utilizar el número de bases militares que posee en el extranjero. En un comparativo histórico, tenemos que en la década de 1990 tenía entre 120 y 125 bases; la siguiente década aumentó a 770 y, en 2008, a 826 bases (Tokatlian, 2012: 29). Otro elemento es la llamada guerra cibernética, sobre la cual alertó el Council on Foreign Relations hace unos años (CFR, 2010) y en la que compiten Estados Unidos, China y Corea del Norte.
Un indicador importante (que no siempre corresponde con los del presupuesto, efectivos militares, acuerdos y coaliciones internacionales, número de cabezas nucleares o de armas convencionales) es la eficacia de su aparato militar y de las acciones bélicas en el resto del mundo. Se debe considerar que el mayor dispositivo militar no siempre consigue el mejor resultado y que no todo buen resultado militar equivale necesariamente a un buen resultado político. En ese sentido, Irak y Afganistán representan puntos débiles para Estados Unidos como principal potencia militar, especialmente por los factores de desestabilización política y social de la zona que sucedieron a la expedición armada. Aun así, la estrategia, la planeación y el control cibernético de este elemento militar, que constituye el poder institucional de las fuerzas armadas de Estados Unidos, son de excepcional magnitud, porque mantienen la idea realista de lo que Wright Mills llamó “la metafísica militar” (Mills, 1987: 197); es decir, la creencia que tiene la clase política estadounidense de que la guerra es la condición permanente de la vida internacional; más claro aún, la creencia en la anarquía como componente originario de lo internacional. No obstante todo lo anterior, con respecto a la capacidad de inteligencia militar, Robert Cox destaca que:
Los conflictos de la posguerra fría (guerra del Golfo, en los Balcanes y en Afganistán) pudieron suprimir amenazas y disturbios dentro del orden global. [Pero] Estados Unidos requirió del apoyo económico, militar y político de sus aliados (Cox y Schechter, 2002: 35, traducción del autor).
En razón de esto último, a pesar del potencial de los primeros factores, una debilidad importante, que se suma a la del dispositivo estratégico, la representa su incapacidad para enfrentar un conflicto no convencional de tipo asimétrico, como han sido los ataques terroristas.
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